El político de extrema derecha y actual presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, rodeado de militares durante un evento en Sao Paulo. (NELSON ALMEIDA / AFP/GETTY IMAGES)

«Canadá no puede pretender que todo siga igual con el nuevo presidente de Brasil»

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La elección de un presidente de ultraderecha en Brasil ha causado una ola de alarma entre las organizaciones canadienses de protección de los derechos humanos. La prensa canadiense tampoco se ha quedado indiferente.

En una columna de opinión publicada por el difusor público canadiense, CBC, Jon Beasley-Murray, profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Columbia Británica, señala que “con la elección de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil, la extrema derecha ha tomado el poder en el país más grande y poblado de América Latina, que posee además una de las economías más grandes del mundo.

Ante el nuevo presidente, ¿cómo deberían reaccionar, si es que lo hacen, tanto el gobierno de Canadá, así como las empresas canadienses?, se pregunta el profesor Beasley-Murray.

Un informe reciente difundido en CBC destacó que «una presidencia de Bolsonaro podría abrir nuevas oportunidades de inversión, especialmente en el sector de los recursos, las finanzas y la infraestructura, ya que se ha comprometido a recortar las regulaciones ambientales en la selva amazónica y privatizar algunas empresas de propiedad gubernamental».

Camioneros en huelga gritan `Fuera Temer’ mientras protestan por el aumento de los costos de combustible en Duque de Caxias, Brasil. (Leo Correa / Prensa Asociada)

Pero aprovechar de un cambio de gobierno para obtener beneficios financieros a corto plazo sería éticamente irresponsable y políticamente catastrófico. Bolsonaro elogia desvergonzadamente la dictadura militar que gobernó Brasil durante 20 años, de 1964 a 1985. Si procedemos como si no pasara nada, normalizaríamos la violación de un consenso democrático de larga data.

Toda transacción económica es también una transacción política, y en ningún otro espacio es más cierto esto que en el ámbito del comercio internacional y la inversión extranjera. Los gobiernos han combinado desde hace mucho tiempo acuerdos comerciales con objetivos estratégicos: desde las guerras del opio del siglo XIX, en las que la Armada británica combatió para abrir a China a los comerciantes británicos hasta la reciente renegociación del TLCAN, la política y la economía van de la mano.

Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial en particular, el discurso sobre el comercio ha sido algo más que un simple interés propio. Por ejemplo, la asistencia económica de posguerra de Estados Unidos a Europa Occidental (el Plan Marshall) fue diseñado para reforzar la democracia liberal garantizando la recuperación económica y eliminando la tentación de soluciones más radicales, es decir, para protegerse de la amenaza comunista.

Esta lógica de la Guerra Fría enmarcó el comercio internacional durante 40 años: la Unión Soviética proporcionó asistencia económica y militar a sus satélites, mientras que Estados Unidos se ocupó de apoyar a dictadores y otros regímenes desagradables en Guatemala, Irán, Filipinas, y otros países cuando consideraba necesario hacerlo bajo la narrativa de proteger al «mundo libre».

Con el fin de la Guerra Fría, las narrativas fueron modificadas, pero no desaparecieron. Las consideraciones éticas y políticas pasaron a primer plano en los argumentos a favor o en contra del compromiso económico. A veces, tanto la izquierda como la derecha argumentaban a favor de sanciones para llevar a cabo transformaciones políticas, aunque no estaban de acuerdo sobre si aplicarlas a la Sudáfrica del Apartheid o la Cuba comunista, por ejemplo.

El presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro, nombró el miércoles a Ernesto Araujo, un admirador del nacionalismo conservador de Donald Trump, como su principal diplomático. REUTERS/Leah Millis.

En otras ocasiones también afirmaban que la adhesión a normas internacionales era mejor favorecida mediante el intercambio de ideas y actitudes que acompañan el flujo de bienes y servicios.

En Estados Unidos, durante la era de Bill Clinton, por ejemplo, el mantenimiento de relaciones comerciales preferenciales con China, que tenía el estatus de «nación más favorecida» fue justificado, pese a las preocupaciones sobre los abusos de los derechos humanos, con el argumento de que tales relaciones fomentaban la apertura y la creciente liberalización, aislando a los partidarios de la línea dura dentro del gobierno chino.

Argumentos similares fueron utilizados para justificar contratos económicos con países del Medio Oriente como Arabia Saudita, aunque estas justificaciones a menudo eran criticadas por ser una cortina de humo que escondía intereses económicos.

Por ejemplo, pocas personas creen que la Guerra del Golfo fue realmente una cuestión de luchar por la libertad de los kuwaitíes, cuando en realidad se trataba de favorecer los intereses petroleros de Estados Unidos y sus socios. Pero la cuestión es que, por muy débiles que sean esas justificaciones, ellas tenían que existir: tanto el comercio como la intervención militar exigían una narrativa más amplia de progreso o desarrollo, una historia que fuera más allá del mero interés propio.

El sector privado ha comenzado a contar historias similares, presentando sus actividades en términos de cambio social. La publicidad de Apple mostraba imágenes de figuras como Mahatma Gandhi y Martin Luther King junto con el eslogan «Piensa diferente»; Facebook dice que su misión es «dar a la gente el poder de construir su comunidad y acercar el mundo».

Incluso gigantes industriales, como las empresas de extracción de recursos naturales siguieron ese ejemplo, a pesar de la evidencia de que sus actividades destruyen el medio ambiente y los medios de vida de las poblaciones vulnerables, además de su impacto a largo plazo en el planeta.

Bolsonaro prometió utilizar al ejército para enfrentar la criminalidad en Brasil. (Foto: «In the Shadow of the Hill» film)

La British Petroleum, por ejemplo, adoptó un logotipo verde y amarillo que sugiere más la horticultura que la imagen de pozos de petróleo; las transnacionales mineras comenzaron a hablar de los beneficios para la comunidad y de su necesidad de obtener una «licencia social para operar».

Todo esto está cambiando y los países y las empresas están prescindiendo cada vez más de estas fórmulas exculpatorias. La figura clave es sin duda el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien más que nadie ha rechazado la narrativa del comercio como vehículo para el progreso liberal. Su mantra «Make America Great Again» invierte el viejo adagio de «vicio privado, virtud pública» para afirmar que la única razón política necesaria es el interés propio.

Es en este contexto que el salto a la derecha de Brasil será recibido favorablemente por algunos como una oportunidad de inversión, sin importar las consecuencias medioambientales y políticas. La noción de que se requiere una justificación política más amplia se ha desvanecido.

En gran parte de América Latina, la narrativa política general de los últimos 30 años ha sido la de «Nunca más», del mismo modo que la política europea de posguerra se ha caracterizado por la decisión colectiva de no volver a los conflictos internos de la Primera y Segunda Guerras Mundiales y los horrores como el Holocausto. Del mismo modo, ha sido similar la base del debate y la política en los países del Cono Sur.

En países como Argentina, Chile y Brasil hubo un consenso social, compartido por todos los partidos y sectores, en el sentido de que el retorno a los regímenes autoritarios de los años sesena, setenta y ochenta debería ser impensable.

«Nunca Más» fue el título de los informes sobre abusos de derechos humanos publicados en Argentina y Brasil. Pero con sus elogios abiertos a la dictadura, el nuevo presidente Jair Bolsonaro está rompiendo dramáticamente ese pacto y está llevando a Brasil hacia una dirección dañina y regresiva.

En ausencia de cualquier otra narrativa, entonces, las relaciones de Canadá ya sean políticas o económicas, que busquen aprovechar la elección de Bolsonaro para obtener ganancias a corto plazo, convertirán inevitablemente a Canadá en cómplice de una historia más amplia del declive de la democracia, dice finalmente Jon Beasley-Murray, profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Columbia Británica.

Fuentes: CBC/J. Beasley-Murray/RCI

Categorías: Internacional, Política
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