En lo que va de la semana el Parlamento canadiense se ha convertido en un pantano de acusaciones de corrupción.
El crescendo de escándalos de cobros indebidos por parte de senadores del partido conservador, actualmente en el gobierno, alcanzó su apogeo después de que el jefe de gabinete del primer ministro Stephen Harper, Nigel Wright, pagó de su bolsillo 90.000 dólares que el senador conservador Mike Duffy debía devolver al Estado.
El senador Duffy debía ese dinero por haber cobrado indebidamente un subsidio a la vivienda. La oposición sostiene que el propio Primer Ministro estaba al tanto de este intento de obstaculizar una investigación en torno a los gastos del senador Duffy.
Por su parte, Nigel Wright tuvo que renunciar al cargo.
Este cuadro general le ha llevado al profesor Pierre Beaudet, quien enseña en la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Ottawa, a publicar en el periódico Le Devoir de Montreal un artículo cuyo título es elocuente: “Ottawa, la capital canadiense de la corrupción”.
Beaudet argumenta que en la sede de la federación canadiense existe una poderosa maquinaria de Estado que fomenta el favoritismo e incluso el nepotismo.
Mientras nos conmovíamos con razón al saber de la entrega clandestina de sobres con dinero en efectivo y las malas acciones cometidas por municipios y empresas de construcción de las ciudades de Quebec, dice Beaudet, nos damos cuenta de que el problema de la corrupción es mucho más grave en el país. El lugar donde todo esto adquiere proporciones gigantescas no son las ciudades de Laval, Mascouche o incluso Montreal. Se trata de la capital nacional: Ottawa.
El Senado cuesta alrededor de 100 millones de dólares por año, suma que incluye los sueldos de los 105 senadores. Esa suma la pagamos nosotros los contribuyentes, señala el profesor Beaudet.
Esta institución tiene sus orígenes en el régimen colonial británico. El senado fue diseñado en principio para evitar que los diputados elegidos no puedan ejercer sus plenos poderes.
Desde entonces, el Senado canadiense se ha convertido en un refugio para los amigos del gobierno. Los senadores elegidos a dedo llevan una vida cómoda, escribe el profesor de la Universidad de Ottawa, Pierre Beaudet.
Algunos senadores se toman en serio, como el propio Mike Duffy. Otros menos, como el senador Raymond Lavigne, quien de 2008 a 2010, le ha costado a los contribuyentes unos 703.000 dólares, incluyendo el reembolso de sus gastos por un valor de 315.000 dólares. Sin embargo durante el mismo período, este senador brillaba por su ausencia en Ottawa.
Desde 2006, Stephen Harper nombró a 53 senadores, lo que da a los conservadores una mayoría en la Cámara llamada «alta». Desde luego, hay que decir que de vez en cuando algunos senadores se despiertan y participan en el debate público. Pero en general, esta institución ya no tiene lugar. Una reforma del senado canadiense sería como pintar los muros de una casa que tiene los cimientos podridos.
Desde hace décadas, el gobierno federal se encuentra sometido a grandes manipulaciones. Bajo el gobierno de Brian Mulroney en la década de los años 1980, la corrupción había alcanzado a varios diputados y ministros que se vieron obligados a renunciar.
El propio Primer Ministro Mulroney estuvo involucrado en una historia oscura vinculada a la compra de aviones Airbus, un contrato de unos mil cuatrocientos millones de dólares.
Según la periodista Stevie Cameron, se pagaron varios millones a una serie de intermediarios. Más tarde, según revelaciones de un intermediario, Karlheinz Schreiber, se conoció la historia de pagos secretos en efectivo de más de 225.000 dólares, embolsillados por Mulroney. Al no haber sido violada la ley, trataron de hacernos olvidar los sobres marrones entregados a un ex primer ministro.
Tras el regreso de los liberales al poder en 1993, otras «historias» llegaron a los titulares, incluyendo el escándalo de los patrocinios. Según una investigación de la radio pública canadiense, CBC, unos 164 millones de dólares de los 332 gastados en estos programas de auspicio volvieron a los intermediarios y al propio Partido Liberal de Canadá, lo que fue confirmado por la comisión Gomery, que investigó el caso de desvío de fondos públicos.
Comparado con estos casos de corrupción, las botellas de vino, las entradas para partidos de hockey y los pagos y sobornos a los partidos municipales, son maníes, opina el profesor Pierre Beaudet en las páginas de Le Devoir.
El gobierno federal administra un presupuesto anual de más de 250 mil millones, cuya gestión deja mucho que desear, según críticos como Kevin Page, el ex director de presupuesto parlamentario en la Cámara de los Comunes, y Michael Ferguson, el Auditor General de Canadá.
Bajo el gobierno de Stephen Harper, la lista de casos de dinero público que se desvanece o que es malgastado es muy larga, incluyendo las decenas de millones gastados en circunscripciones conservadoras en ocasión de la cumbre del G8 en Toronto.
Y todavía no gastados, pero con señales de mal augurio, se encuentran los grandes presupuestos de gastos militares que fueron deliberadamente subestimados y escondidos, como es el caso del avión de combate F-35.
Más allá de los esfuerzos del gobierno para desviar la atención de los escándalos, también existe un poderoso aparato estatal en Ottawa que practica el favoritismo e incluso el nepotismo.
Los «amigos» de los partidos en el poder son generosamente recompensados con contratos y canonjías, como son los numerosos conservadores recientemente nombrados a diversos tribunales administrativos y consejos de administración.
Este clientelismo, este amiguismo, que incluye a los cónyuges y otros familiares, toma la forma de un constante ir y venir entre diputados, senadores, ex funcionarios, candidatos que no fueron elegidos, quienes se distribuyen los cargos de alto nivel en la administración pública y parapública canadiense.
Dicho esto, sería un error decir que todos los administradores estatales son corruptos, sostiene Pierre Beaudet.
Recientemente, se ha visto el caso de administradores públicos rebelarse contra la Ley del Silencio y el control impuesto por Harper.
Para la gran mayoría de los empleados de la administración pública, el actual estado de la situación es un castigo y no una recompensa.
Será necesario algo más que bellas declaraciones para limpiar a Ottawa de la gangrena que contamina el Estado federal, dice finalmente al profesor Pierre Beaudet, profesor de la Universidad de Ottawa, en las páginas del periódico Le Devoir de Montreal.
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