La ciudad de Fort McMurray, en la provincia canadiense de Alberta, ha sido testigo y víctima de uno de los incendios forestales más violentos, sorpresivos y destructivos de los que se tenga memoria.
Las llamas, que se desataron de manera absolutamente imprevista, tomaron por sorpresa a autoridades, bomberos, cuerpos de seguridad y habitantes.

En cuestión de horas, la virulencia del fuego obligó a huir, dejando atrás casas, autos, trabajos y una historia construida con esfuerzo.
La solidaridad de los canadienses no se hizo esperar. Sin embargo, la magnitud de la tragedia hace que la ayuda siga siendo necesaria.
Quienes hasta el momento habitaban una ciudad calma y promisoria del centro oeste canadiense, de golpe vieron su vida trastrocada por imágenes que parecían arrancadas de una película de ficción.
Más de medio millón de hectáreas quedaron reducidas a cenizas.

Algunas voces critican la respuesta de las autoridades ante la tragedia, acusándolas de lentitud y de carecer de un plan de salvataje claro.
Hay casos de desplazados que están a punto de agotar el alojamiento gratuito que se les ofreció y, además de haberlo perdido todo, deberán comenzar a pagar un alquiler.
Muchos esperan que se les permita volver para iniciar la reconstrucción de sus vidas, pero otros creen que será mejor recomenzar en otro sitio.
El fuego y una tragedia que dejará huellas materiales y psicológicas en sus víctimas, como señala Rodrigo Ramos Espinoza, mexicano que vive hace 8 años en Fort McMurray, en entrevista con Luis Laborda.

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